domingo, 19 de diciembre de 2010

Redireccionando



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Por razones no encontradas en este rápido repaso mental, me despido para siempre del olvido temporal, de mi tan reprochada memoria selectiva. Me despido hasta nunca de rencores, lo he decidido, y sé que habrá consecuencias. Pero no se puede vivir con rencor, no por muchos años, llega cierto punto en el que claudicamos, nos rendimos ante el sentimiento más fuerte que rápidamente va tomando control de cada zona, desplegando su ejército de suave electricidad. No puedo prescindir de ciertas cosas, ciertos seres, no puedo, simplemente no puedo.

Atrás dejare una máscara de odio, que eh alimentado por años, oscuras intenciones de menospreciar lo intocable, lo inolvidable. Vuelvo, tal vez con algún miedo, pero seguro de la dirección que tomo, de tal arrebato al egocentrismo. No espero que nada cambie, porque nada cambiara, nunca se darán vuelta algunas cosas, porque esto es así, yo en este momento no recordaría nada, perdonaría lo imperdonable, dejaría de lado aquellas cosas que me bloquearon alguna vez, para volver a sentir, a soltarme en el aire sin miedo a caer.

Levanto barreras, sacudo mi mente, abro capsulas del tiempo y les saco el polvo de los años, dejo que corra el viento por los canales, oxigenando de vida lo olvidado, lo perdido en algún rincón. Acá estoy de nuevo, un abrazo unificando dos mundos tan distantes, tan distintos, pero con un núcleo idéntico, con la misma sangre corriendo en las profundidades de los planetas, como ríos de lava hirviendo.
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jueves, 25 de noviembre de 2010

315


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Mirando por la ventana, Raúl entendió que si seguía observando cómo todo afuera se continuaba con la normalidad habitual, se volvería completamente loco. Nada mejor que sentarse de una buena vez y dejar que los números se sucedan uno a uno sin impacientarse.
Las largas esperas en las entidades bancarias suelen ser así, una eterna sucesión de números y personas, una detrás de otra. Son estos, tiempos muy flexibles a la hora de la espera, entre pantallas que van informando el número y ventanilla correspondientes, uno se puede echar muy tranquilo en esas sillas incomodas, y al rato cansarse de mirar la pantalla, el techo o el crucigrama del número 231. Raúl tenía el 315, por lo cual había calculado que si cada ventanilla tardaba alrededor de diez minutos, y había (a veces más, a veces menos) cinco ventanillas atendiendo, esto le llevaría un buen rato todavía. A su derecha, el 246 también impaciente, esperando su turno y silbando algún tango de a ratos. Un viejo de esos que no hacen otra cosa, van y retiran de una vez todo su capital y luego malgastan las horas que les quedan mirando noticieros y tomando algo en el boliche de la esquina. A la izquierda el 231, de traje, crucigrama en mano (18 vertical; magnesio), muy tranquilo, seguro haciendo tramites en pleno horario laboral, muriéndose de ganas de pedirle el número a Raúl para estar un poquito más afuera de la oficina.
Todo, quizá, se sienta muy normal para el pibe que atiende la ventanilla 6 y que cada dos por tres mira el reloj colgado en una pared detrás de él. Se nota que trabajar acá no es muy placentero, muchos lo miran con ganas de decirle "dale pibe, apurate un poco", lo cual al pibe le importa poco y nada, acostumbrado al malhumor cotidiano de los clientes. Todo para él es normal, pero para Raúl no era un día igual a otros, sabía que ya eran las 10:25 y al mediodía tenia una entrevista laboral en Barracas. Igualmente el tiempo no se detenía por mucho que mirara los segundos, que uno a uno se despedían para siempre en su reloj pulsera. Adelante de él la 302 recién llegada, Raúl no lo sabía, por que no pudo ver su numerito, pero ella era sin dudas la 302.

Ya no sabía qué hacer, en la pantalla cada nuevo número que aparecía dejaba un ausencia cada vez más larga y notoria, de un silencio que sólo era interrumpido por la campana y algunos clientes aburridos que siempre se ponen a charlar con el de al lado. El 231 lo miro, como sospechando que él también jugaba con sus palabras cruzadas, Raúl disimulando miro entonces hacia la pantalla, y el 231 giró un poco la revista, aunque así y todo se veían los casilleros a medio llenar (3 horizontal; Arqueología). Aunque ya no tenía sentido, Raúl se impacientaba cada vez más, y miraba el reloj pulsera, luego el de la pared, luego la ventana que daba a la calle, al empleado, el crucigrama (no llegaba a leer las definiciones), y al 246 fastidiado, protestando en voz baja. La campanita sonando anunciaba en la pantalla el 207, se levantó un hombre de gruesos lentes, un poco sonriente, y enseguida otra vez el sonido estridente y un 208 en vivos rojos en la pantalla. Un poco de velocidad esperanzante para el pobre Raúl que ya sabía que tenía dos caminos, esperar su turno o irse en un rato para la entrevista. Pasaron varios minutos hasta que llamaron al próximo, y todo amague de celeridad burocrática ofuscó la ya agotada paciencia de la mayoría de los clientes.
A todo esto, el 231 lo miró otra vez, y como adivinando cierta angustia en sus ojos, inclinó un poco el crucigrama, como para que Raúl no se amargara tanto en la espera (7 vertical; Periodo largo de tiempo, tres letras); él lo sabía bien, si no iba a la entrevista se desencadenarían una serie de sucesos que harían esta espera totalmente innecesaria, pero si se retiraba, el problema, quizá, sería aún mayor. Cuestiones empresariales en las que no nos vamos a detener porque, como es sabido, estas cuestiones son aburridas y estúpidas. Anotando mentalmente "ERA" en los cuadritos de la derecha del crucigrama, e inmerso en semejante encrucijada, decidió distraerse y terminar el juego. Cuando se quiso dar cuenta el 231 se levantaba llevándose consigo la revista, y a él le faltaba sólo una palabra para completarlo (1 Horizontal; Luchar, pelear unos con otros).
Increíble avance numérico, aunque para su número, el 315, aún faltaba mucho. Mientras saludaba al 231 telepáticamente, agradeciéndole el rato de ocio, una muchacha rubia ocupo el asiento deliberadamente, proclamándolo suyo. Allí se sentó la, hasta ese momento, desconocida 297. Pronto no le importó dónde estaba, ni cuánto faltaba, ni la pantalla en su lento avanzar de los turnos. Sólo tuvo ojos para la nueva compañera, aunque ésta, un poco incomoda, prefirió mirar esa ventana donde todo continuaba con la normalidad brutal del día a día.

Ya cayendo el 235, se figuró que tenía tiempo para llamarle la atención a la 297, aunque ignoraba de qué forma. Agudo ingenio, como era propio en Raúl, se planteó y replanteó infinitos pasos y estratagemas para avanzar en esta complicada situación. Quizá ya se había convertido en un loco o maníaco, pero realmente pensaba que esa chica no estaba ahí por casualidad. Estaba totalmente convencido de que sus números, tanto el de ella como el de él, algo encuadraban. Pronto se vió en el crucigrama, buscando una horizontal que encajara con su vertical, y así formar alguna palabra que él pudiera decirle, que desencadenara una conversación eficaz, que tal vez, con algo de suerte, le consiguiera una cena, o algún cuarto de hotel. Mientras que a su derecha, el 246 se levantaba y otro tipo bastante alto ocupó el asiento. Entonces se perdió en sus pensamientos, intentando comprender el día, mientras los números se sucedían, y el mirándolos pasar estupefacto, sin estar seguro de lo que quería. Impaciencia convertida en desesperación, la cuenta ascendente ahora era regresiva, y la 297 ni lo miraba, y el siendo un infelíz 315, que sólo podía esperar su turno, levantarse, acercarse a la ventanilla, completar sus trámites y retirarse del edificio.

La campanita cada vez más veloz, los clientes levantándose casi coreográficamente, 261 un viejo con bastón ,262 una mujer ,263 otra mujer, 264, ¡número 264!, llamaba la campana; el 264 no estaba... Entonces deliberadamente le habló, le preguntó lo más estúpido que puede preguntarle a una mujer, la hora. Aún más estúpido teniendo un reloj pulsera, que al mismo tiempo en que sus labios pronuncian las palabras, él escondía bajo la manga del pulóver marrón. Ella lo miró distraída, y le pidió que le repita, que no escuchó.
–Si tiene hora – reformuló torpemente.
La 297 mirando el reloj de la pared le dijo:
–Las doce menos cuarto, en aquella pared hay un reloj –.
Se sintió el más imbécil de aquella sala de espera bancaria.

Y Aunque resultase increíble, aquel desatinado comentario, resulto ser un factor desencadenante, porque ni bien él terminó de escuchar la respuesta, y miró el reloj señalado por la 297, sintió un calor que ascendía desde el cuello y lo recorría hasta la nuca, y asomaron tímidamente unas gotas de transpiración en su pálida frente. Al tiempo que ella cerrando los labios, giraba la cabeza para el lado opuesto, pensando en las tantas veces que hombres tan parecidos a Raúl se le habían acercado con excusas tan poco originales. Pero entonces, entendió que si bien era un comentario inútil, nada mejor podría hacer con todo el tiempo que aún faltaba de espera, y ya que lo tenía al lado, decidió reanudar el diálogo.
–Es increíble el calor que hace, acá adentro y en pleno invierno.
Sorprendido, Raúl se dio vuelta, y ahora más colorado que antes, correspondió a su llamado.
Qué sucedió después, es difícil definirlo. Un episodio tan confuso que, el mismo Raúl, repasándolo una y otra vez en la mente tiempo después no lo pudo entender. Luego de algunos minutos de charla sucedió lo inevitable, el campanazo estridente, y la pantalla llamando alevosamente a la 297. Ella le sonrió, miró su papelito con el 315, lo miró a él, como si no quisiese pararse y abandonar el asiento, sin embargo se paró, se acercó a la ventanilla, finalizó sus trámites y caminando por el pasillo de atrás, con pasos apurados, lo volvió a mirar tímidamente de reojo y salió por la puerta transparente. Fue entonces donde, precipitadamente Raúl recordó qué hacía ahí, qué problemas lo habían trasladado hasta ese banco, hasta ese asiento. Y aunque todo su cuerpo lo empujaba a correr tras la 297, no se movió, permaneció estático mirando por la ventana, donde todo continuaba con la brutal normalidad habitual. En su mente se dividían varios caminos, senderos que lo llevaban a Barracas y la entrevista, a atravesar corriendo la puerta transparente, tropezándose con clientes apurados que llegaban al trote a sacar su número, y por la vereda de una amplia avenida, alcanzar a la 297, y estamparle un "¿Vamos a tomar algo?". Y caminos, más caminos, que lo llevaban por todo Buenos Aires, por algunas plazas y muchas esquinas, recorriendo las calles como una lapicera dibujando un crucigrama, y devuelta al asiento, de donde no podía moverse, desde donde veía una pantalla con números rojos, y una campana insoportable, que volvía a sonar mostrando el 317.

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jueves, 26 de agosto de 2010

Reflexiones del martes



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Lo que para cualquier ser, corresponde a un día, a un sencillo amanecer y luego anochecer, es algo más, además de estos sucesos cotidianos; para muchos es un fatídico segmento de 24 horas, donde lo importante, lo único esencial es transcurrirlo, entre reuniones de amigos, visitas al odontólogo, o quizás algún encuentro aleatorio con personas significativas. Nada de esto es realmente urgente, ante lo que verdaderamente es existencial en un día así.
Nada más tenemos que despertarnos, encontrarnos acostados y somnolientos, mirando fijamente una pared azul (tal vez rosa (tal vez blanca)) y mientras nos levantamos, calzándonos las pantuflas, sin darnos cuenta de que es martes, de que el día ya es distinto al de ayer, ese que ya no existirá nuevamente (lunes 23 de agosto del 2010), todo renace en ese falsamente esperanzador ciclo, llamado semana.
No podemos hacer más que levantar la persiana, o abrir los postigos, y darnos cuenta que detrás de esta pared azul (tal vez rosa (tal vez blanca)), se reconstruye la diapositiva infinita de la ciudad, de sus enormes bloques grises, y las tristes y consecutivas casas. Toda una maqueta gigantesca, que luce insignificante, casi cómica, para este día que también se ha levantado junto con el ex-durmiente. Porqué el día comienza ahí, en ese preciso instante que es cuando las pestañas se repliegan, y los ojos petrificados, entre lagañas y almohadas, observan la misma escena incomprensible, donde parece que nada cambia, donde reina la oscuridad. Es en ese momento donde tomamos la noción de un nuevo día, por más que durante la noche anterior, hayamos visto el reloj sobrepasando las cero horas, entre frascos de café y tarritos de azúcar, y nada nos indique que es el final de un lunes, porque todo continua igual, nada ha cambiado, no hasta completar el periodo que el sueño divide.
Por eso es que entre tanta gente, todos vivimos días distintos; mientras algunos siguen su martes cotidiano, otros insomnes que no lograron separar el día en ese absorbente caer en las sombras, continúan transitando su largo lunes, que ya no atiende a horas preestablecidas ni a los torpes relojes que ahora impacientemente intentan encarcelar el tiempo. Así se verá como un señor que aparenta ser importante, con su traje nuevo gris, se lanza sobre el colectivo 4 con destino al Correo Central, y para él es un martes, tan tranquilo como otros; mientras ocurre esto en una avenida del barrio de caballito, para algún vagabundo que no concilio el sueño, se prolonga el lunes indefinidamente, quizás por que el piso no estaba tan apetecible aquella noche, o el dolor en los huesos que se empecina y siempre vuelve. Teniendo en cuenta esta información usted ya podrá comprender que al proponerle a su pareja, de verse el jueves en el Abasto, ella tal vez el jueves este transitando las incomodidades de un miércoles, quizás retrasado dos semanas más que el simple miércoles que viene, anterior al día del encuentro. Porque cuando la conoció, ella quizás no llevaba la misma vida que usted, y tal vez trasnocho algunas veces más, por lo cual sus días son dispares, y ¿cómo se puede comprometer con alguien así?, que va todos los fines de semana a trabajar, y el lunes se hecha todo el día en su cómodo sillón a ver la programación del domingo.
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jueves, 12 de agosto de 2010

perseguido persecuta

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La noche caía lentamente, el barrio iniciaba su ciclo nocturno, durmiendo de a poco el asfalto, los arboles batían sus extremos ante ese viento invernal que todo lo arrastra (yo no me sentía, caminaba normalmente, sabía que estaba caminando, pero no registraba mi existencia). Comenzó a perseguirme apenas doble en la esquina, muy de cerca. Al principio no tuve miedo, aunque mire varias veces hacia atrás, y vi sus piernas largas, su cuerpo cubierto por una masa oscura, no alcance a verle la cara (naturalmente sabía que yo tenía una cara, dos pies y un par de brazos con manos incluidas, pero de a poco en la conciencia iba apareciendo el dibujo, mostrándome lentamente todo lo que soy (representaba) y no percibía).
La luz que tenía enfrente apuntándome directamente me encandilaba y no me dejaba ver gran cosa, más que ayudarme me enceguecía, y en los intentos disimulados de girar la cabeza para ver detrás, mis ojos sostenían esos reflejos que siempre guardan la retina después de ver directo hacia la luz, esas manchas incoloras que se quedan en el centro de nuestra visión, como imágenes que se suceden transparentes e indefinidas.

Confundido continúe, paso a paso, salteando las baldosas flojas donde restos de lluvia aguardaban a salir disparados. La sucesión de recuerdos despejaba mi confundida mente, y entonces asimile que generalmente tenía mente, y también huesos, y aquello que me proseguía, seguía detrás, acechando. Las gotas, los arboles danzando, la luz intermitente del alumbrado público, los últimos autos, todos, tenían su sonido usual, mis pasos, el tren a los lejos, pero él no. Caminaba tras de mí, en esa persecución indiferente, sin emitir ruido alguno, como desconcertado, como si no supiese que lo hacia apropósito, que caminaba por que quería, porque tendría un motivo por el cual continuar amenazando a mis espaldas (pero si, también tenía espalda). Se fue acercando más y más, casi transmutándose con mi cuerpo, él estaba ahí, pero mis sentidos no lo sospechaban, lo creían inexistente. Di media vuelta, mire a mi alrededor y no vi nada, había desaparecido con una velocidad imaginada, entonces dispuesto a seguir, enfocando mi camino de nuevo, mire lentamente por sobre mi hombro, y lo vi, estaba ahí detrás, agazapado, más pequeño, pero presente. Decidí seguir, la luz frente a mi cada vez más brillante y cada vez más arriba, y él a cada paso iba haciéndose más evidente, mas invisible.

(Para ese entonces ya me percibía como realmente era, de cuerpo completo, con todas mis extremidades. Mi conciencia ya estaba consciente y despabilada). El sol ficticio ya casi sobre mí, esos postes realmente altos que emanan un resplandor sucio y amarillo, y detrás, eso que me perseguía, casi abrazándome, yo esperando mi estrangulación final, que salte sobre mí y me aplique la máscara asfixiante, y mi mente viéndolo correr, con mi billetera en la mano, con mi vida tan inútilmente arrebatada por 13 pesos con 15 centavos, una postal de Malvinas y dos tarjetas de débito deshabilitadas. Pero nada de eso, se posó sobre mi, y yo decidido a enfrentarlo, con el coraje en los ojos volví a girar, y al verla no pude hacer nada, ni siquiera contener la risa.
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viernes, 23 de julio de 2010

Ninguna isla...



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Ningún hombre es una isla. El día arranco muy bien, uno de esos días soleados, donde ese sol primaveral traspasa las pequeñas rendijas de la persiana, y brilla entero. Uno desde su cama observa la reconstrucción total de la habitación, como si antes de eso, mientras los ojos permanecían cerrados, nada existiera, y despejándose la bruma, a medida que las pupilas se contraen todo va tomando de nuevo su forma habitual. Me desperté pensando en todo lo que tenía que hacer, y como tan solo era un desempleado más en este generoso país recordé con facilidad mis escasas tareas.

Despertarme, ya lo consideraba un horroroso trabajo, al cual no podía faltar, y en el que no tenía horarios. Los días pasaban junto con las semanas y los meses, y todas estas etapas se homogenizaban hasta dejar de ser medidas de tiempo. Las horas eran meses, en esa especie de estiramiento que sufren las horas cuando uno no hace absolutamente nada. Ningún hombre es una isla, y el mate estaba listo, el mismo mate de todos los días, la misma yerba barata del supermercado chino, el rejunte de paquetes abiertos de galletitas. Plan para este día: Ninguno. Lo de siempre, salir a caminar por Corrientes, doblar en Callao, retomar a Corrientes, internarme en alguna librería o disquería, y volver por Talcahuano en esas cuatro calles mágicas donde las vidrieras rebalsan de instrumentos; Las ganas de traspasar el vidrio, de pedir prestada una Gibson e intentar tocar algo ante la mirada atónita de la gente que camina. Pero el vidrio es demasiado real, y la Gibson sigue ahí, estática tras la vidriera. Ya girando en la esquina de Rivadavia internarme nuevamente en la cueva, y continuar con el día improductivo. Un solitario vehemente, una soledad compartida, entre tanto océano alrededor.
¿Y qué ocurría en esos días que no pasaba nada? Bueno, algo pasaba. El silencio era un acompañante incondicional. Tan musical en otras épocas, tan instrumento de viento, hoy no emitía sonidos, no escuchaba otra melodía que la de la persiana enrollándose, y la ciudad afuera hecha un caos. Congreso era el gran laberinto donde me hallaba, en uno de sus costados grises, perdido. Esa presencia invisible, una entidad que me ignoraba, y yo navegando entre tanto continente incomprensivo. Los amigos, presentes, algunos más que otros, a pesar de mi rechazo permanente y mi insistencia a quedarme solo. Pero mi gran compañero en esas épocas fueron las palabras, y así fue que comprendí que una “i”, no era simplemente una “i”. Representaba otras cosas, lejanas a su forma delgada con un punto en su cabeza. La “i” era como yo, una isla entre tanto océano, un pequeño pedazo de tierra con península allá arriba. Y mi cabeza era como ese punto, distante e inservible, pero que sería una “i” sin su punto… Solo una letra minusválida, un yo sin cabeza.

Las palabras, las letras, los reflejos en la ventana, los libros que me sumergían en tierras inexistentes, el sillón incómodo y el cuello dolorido, lugares lejanos donde otro dios era el dios y otras razas coexistían, conviviendo en paz y guerra en ciudades tan perfectas comparadas con esta demasiado sucia por las tardes. Ningún hombre es una isla, pero que hermosa idea recurrente la de seguir flotando en este caudal marino, sin bandera, sin habitantes imprudentes. Y el sol anaranjado apuntando directo y furioso sobre el edificio de enfrente, donde tristes oficinistas continúan con el papeleo rutinario. La tarde cae como desmayándose sobre la noche, quien de a poco va captando mi atención. Y el día va muriendo, se va completando un corto ciclo, tan improductivo como yo, un paso más cerca del final.
Como siempre, la noche se hace amiga de la soledad, la cual actúa como si la gravedad aumentara su fuerza, y con todo su peso sobre mí, comienzan las precipitaciones dentro y fuera del departamento, en esa predicción meteorológica errónea. Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo, lo sé, pero ¿Cómo evitarlo? Como no desilusionarme de estos seres que actúan bajo la orden de caprichosos egos. Ese día fui una isla, un pedazo de tierra perdida, que naufragaba dentro de un océano gris, entre edificios indiferentes, acostado en esas playas tan veredas, tan poco transitables. Y el arrecife, las rocas, la rompiente… Tan isla, tan “i”, pero no.
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sábado, 17 de julio de 2010

Contra-tiempos



A laura, unica culpable en esta historia
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Levantarse por la mañana, desayunar, mirar el reloj (son las 5:50); Acomodar los objetos que uno cargara durante el día en el caparazón impermeable, ir al baño, ducharse, cepillarte los dientes, mirar el reloj (ahora las 6:21); Informarse sobre la temperatura en la televisión o en la radio, vestirse acorde a ese clima, cargarse la vida en la espalda, buscar las llaves oportunamente perdidas, salir a la calle, llegar a la parada, mirar el reloj (son exactamente las 7:00); Insultar al reloj por la hora que nos muestra y esperar el colectivo. Bienvenidos a mi rutina.
Aunque tarde, 15 minutos mas tarde de lo común, algo fuera de lo previsto hizo que me demorara. La luz que deje encendida, la canilla abierta, el teléfono sin batería, la falta de monedas o una suma de todos estos contratiempos.
Llegar 15 minutos tarde a la parada puede significar ingresar en un plano no esperado, en un mundo extraño. El simple hecho de que no este la misma gente de todos los días esperando el colectivo cambia totalmente mi plan, desbalanceando todo el resto de la jornada. Otras caras, perversas caras, mirándote, como adivinando tu impuntualidad, señalándote con esos ojos increpantes y malintencionados.
Llega el colectivo y al entrar experimento un sentimiento extraño, una nostalgia del que paso hace 15 minutos; El chofer es otro, el interior es distinto, los asientos igual de ocupados pero por otros individuos, las ventanas inaccesibles, aunque el mismo amontonamiento de gente, casi por un segundo abrazo esa sensación de no poder respirar por los empujones de los pasajeros, ese dejavu instantáneo, que tantos recuerdos me trae del ómnibus perdido unos minutos antes. Por mas que parezca exagerado, ese viaje de una hora y cuarto hacia la facultad puede llegar a cambiarme el día, por que los acontecimientos siguientes a mi retardo también cambiaran. No cruzar en el mismo semáforo, no ver a los porteros de los edificios guardar la manguera con las que acaban de lavar las veredas, ver asomarse entre otras casas y edificios un sol tardío; Todo esto puede, y debe, alterar mi vida diurna.
Como en los días de lluvia, entro en una tormenta de pensamientos, durante esa hora y pico de movimiento, desparramo sobre mi mesa mental todos mis problemas, los amontono y los mezclo, barajando las posible situaciones, fantaseando con la idea repentina de soltar esas cosas que tanto me cuesta soltar. Pero hoy son 15 minutos mas tarde, y todas mis fantasías se retrasan, se demoran en esa suerte de hechizo temporal, durmiéndose en un mundo donde no existen despertadores eficaces, alarmas internas o sueños inconclusos.
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sábado, 10 de julio de 2010

La dimensión tan conocida



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Nuestro departamento daba a la calle Talcahuano y despues de un tiempo a Rivadavia. Era un monoambiente normal, de no muchos metros cuadrados. Todo pintado de blanco, cocina incluida, con un incomodo tablón haciendo las veces de barra, en donde cocinábamos y dejábamos las llaves. Tenia ese aroma a nuevo, a esos regalos que uno se imagina antes de romper el envoltorio. Un baño común y corriente, con ducha y una repisita donde apoyábamos maquinas de afeitar, cepillos de dientes y todo tipo de artículos para el aseo personal. No había mucho espacio como para acomodarse, como para las visitas (aunque nadie nunca nos visitaba), pero fue un suceso de imprevistos los que terminaron trasladando otro cuarto, y el monoambiente, ya no fue de un solo ambiente.
El trastorno que genero en sus cabezas estos cambios repentinos, esta magia inmobiliaria. Las lamparitas que se quemaban, el viento golpeando la ventana en esas noches lluviosas, los ruidos insoportables de los vecinos. El flash intermitente rebotando en el costado derecho del cuarto. Luego los bocinazos que llegaban desde la otra calle, las marchas en el congreso, el camión de la basura, los murciélagos en el taparrollo.

El ascensor era nuestro medio de transporte mas frecuentado, nos llevaba del quinto piso a la planta baja. Uno sentía como ese viejo ascensor nos trasladaba verticalmente y al abrir la puerta del quinto, se ingresaba en otra dimensión, una paralela de nuestras vidas, donde el monoambiente era menos monoambiente y miraba hacia otra calle. Donde ella era distinta y tenía otros sabores.

Nos fuimos a vivir juntos por que el tiempo nos hizo esclavos de nuestro compañerismo, el cual muchas veces disfrutábamos: Pero como siendo revueltos en una salsa de anécdotas conyugales, las especias faltaron, y el sabor se diluyo en ese exceso de agua y sal a mal gusto. La rutina exigía labores varios, lavar la ropa, bajar a comprar dentífrico (triple acción o plax whitening), deshacerse de los residuos y sacar a pasear nuestra blanca pelosidad. Confiamos demasiado en lo cotidiano, en seguir una línea invisible, en alejarnos de la normalidad. Pero las derrotas suprimieron a las victorias, y así los días se hicieron semanas, las semanas meses y los meses ya no fueron treinta días. Primero dormimos las pasiones, extinguimos las energías, hasta que en el bostezo del amor, el nos durmió a nosotros.
No había secretos, pero en secreto si los había. Ver las mismas caras todos los días ejercía sobre los dos un poder de acostumbramiento absoluto. Nos devastaba, nos mantenía encerrados en un mundo falso, de colores exóticos y verdades irreales.

Paso el tiempo y su verdad fue el dolor mas grave, una estaca clavada en las cuerdas vocales. Ese día en que hablo, esas cuatro palabras que dijo, despertaron la tormenta de mis fantasmas. Los núcleos en mi cabeza insultaban a cuanta cosa se les cruzaba y nada ya, fue ideal.
Abandone el departamento, esa tarde de abril, deje secando mi almohada a los pies de la cama. Ya no habría mas desiertos de lagrimas ni llantos de arena, el fin era necesario. Las tempestades se acumularon, solo tuvo que abrir una ventana y dejarlas salir.
El monoambiente cerró su puerta gris tras mi paso, llame al ascensor, baje los cinco pisos, y salí directo a esa otra dimensión. Donde todo era igual, se prolongaba el mismo clima, los mismos autos, el 100 (ramal 3) que me llevaría hasta Lanus, al barrio de los tiempos anteriores, donde todo coexistía en ese color sepia. Pero ahí ella no estaba y el sol brillaba viejo, prefirió esa otra superficie de un solo ambiente, siempre cambiante.
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martes, 15 de junio de 2010

Te pense



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Saliendo del trabajo me fui bajando por corrientes, camine tres o cuatro cuadras hasta llegar a Malabia y junto a la boca del subte, mire el cielo, los edificios inmóviles y te pensé. No te pensaba desde hacia semanas, largas semanas, consecutivas y monótonas, y me quede obnubilado, mirando caer el sol desde las ventanas y balcones hasta el cordón de la vereda, abrazando con un brillo apagado los bloques mas altos.
Te pensaba en ese instante frió, con todo lo angustioso que es pensarte. Recorría tu contorno adivinando tu suave piel, tus brazos, tus manos, tu pulóver violeta, recordando tu perfume como quien recuerda el suceso mas reciente.
En ese viaje sin movimiento, alcance a verte entre las sabanas, tu entidad semidesnuda y perfecta se regocijaba en un sueño sin fronteras ni limites de tiempo. Tus pies inquietos deambulaban un camino onírico en ese lapso inconciente que te envolvía y yo en plena corrientes abstraído en tu recuerdo. El transito innumerable del atardecer regalaba todo tipo de ruidos estridentes, y en el aire, transportándose en ondas sonoras rebotaban ante mi estupefactos, ignorados totalmente por mi mente en transe.
Te pensé, me sentí inspirado y fue inevitable, recordé cada momento, mirando el muro privado de nuestros recuerdos, en esas galerías inexplicables. La memoria y su arte demasiado abstracto, insospechable se te cruza de repente, mientras miras una vidriera, compras cigarrillos, o volves del trabajo por plena Avenida Corrientes. Prepotente se instala en tu ser, te inmoviliza, te deja mirando al vacío, donde nada se siente y todo se piensa.

Que indispensable que eras en mi vida, el epicentro de mis pensamientos fuiste, la inspiración inacabable en un domingo indiferente a los sentidos. Todo lo que en esa superficie en la que sostenidos por nuestros pies deambulábamos, rodeaba mi ser y lo comprimía en una especie de molécula infeliz.

Frote mis ojos, levante la mirada, y ya dentro del subte, sentado y desconcertado, alcance a ver el letrero electrónico que informaba la próxima estación, no se como llegue, ni por que te pensé, tal vez nunca deje de hacerlo, y de a ratos me concentro en lo que transcurre invisible frente a mi la mayoría del tiempo. Pero ahí volves, por las galerías oscuras, en línea recta hacia mi conciencia, trayendo en una mano mil imágenes y en la otra un dolor.
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jueves, 3 de junio de 2010

Dormitando



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Me desperté a las diez de la mañana, aunque creo que no me desperté. Tantie la mesita de madera que esta junto a la cama, buscando el reloj, necesitaba ver que hora era, suponía que como siempre me despertaba a las siete, y ese día no trabajaba debían ser cerca de las ocho, tal vez las nueve. Mi mano se movió por toda la superficie de la mesa, tocando todo lo que había sobre ella: cables, un libro, papeles, un cuadro y una percha, hasta que al fin llego hasta el reloj. Adivinando en la oscuridad su forma cuadrada, lo agarre y mire la hora, eran las diez y cinco. Aunque, ahora que lo pienso, nunca mire la hora, ni agarre el reloj, ni tantie la mesa, ni siquiera saque mis manos de abajo de la frazada. Seguía dormido, no profundamente, era mas bien ese dormir en estado de alerta, conciente de todo, pero inmóvil, con los ojos cerrados.
De pronto me di cuenta, que no podía salir de la cama, esta me absorbía, me retenía en su dulce calor y no me soltaba. Las sabanas actuaban como sogas perfectamente unidas, que me acorralaban entre sus finos hilos. La frazada tenia cuadros rojos y negros, que yo sabia estaban estáticos y de pronto se mezclaban, formaban rombos de otros colores que no se podían ver por la ausencia de luz alguna en la habitación. Cuando quise moverla me di cuenta que pesaba, pero no lo que pesa una frazada normal, esta era sumamente pesada, y estaba volcada, inamovible, sobre mi cuerpo. Sin que yo me diera cuenta alguna, el colchón había cambiado su forma, parecía una fuente, una profunda pileta acolchada. Me hundía, me llamaba a su fibrosa piel, a su aspereza.
Ahí mismo entendí que estaba pasando, la cama y su forma, las sabanas reteniéndome, la frazada terriblemente pesada, todo apuntaba hacia lo mismo, estaba preso, desconcertado, oníricamente detenido en mi propia cama. Trate entonces de safarme, primero sacando un brazo, pero era inútil, la frazada no me dejaba mover, me retorcía en ese deforme colchón, mis pies duros, mis piernas totalmente dormidas. Lo único afuera de toda esa especie de prisión era mi cabeza, podría haberla movido, para los costados, pero hubiese sido inútil. Intente ver el techo, como cuando uno intenta ver algo sin abrir los ojos, era verde, un poco mas verde que ese color azul que siempre le note. La almohada se sentía rígida, como rellena de ladrillos, ya había perdido su natural forma de almohada.
De pronto desperté, finalmente seguro de que esa realidad no era mas la realidad, ya la frazada no pesaba, y todo era normal, el maternal calor de la cama me gustaba y no me interesaba perderlo. Salir de la cama puede ser un momento difícil, sobretodo en un otoño tan frió como este. Abrí los ojos, vi el reloj, eran las once y diez, y como hoy no trabajaba, decidí seguir durmiendo, completamente tapado, con mi frazada a cuadros rojos y negros, con los ojos siempre cerrados, sin terminar de saber, si seguía en un sueño o solo dormido.
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lunes, 24 de mayo de 2010

Un martes normal

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Un día común y corriente se despertó un Martes de Abril, fatigado por la vertiginosa semana que le esperaba, arrastrando sus pies-horas hasta la calle. Es imposible en la vida de un Martes hacerse tiempo para descansar, leer el diario del miércoles y desayunar un mate cocido con bizcochitos Don Satur. Solo imagínense lo que debe sentir ese pobre día, viajando en el tren entre tantos lunes por la noche y miércoles a la madrugada, apretado, quejándose de que le arrugan la ropa y faltan cuatro días para el fin de semana.
Los Martes son muy trabajadores, les gustan los días lluviosos, las empanadas de carne y salir de noche con algunos Domingos o Jueves. Son increíblemente sociables, disfrutan del cine como los Miércoles, y comparten con ellos esta afición. Hablan mucho de fútbol, pero no tanto como los Lunes, aunque llegan a mejores conclusiones que ellos.
Este martes en particular fue a trabajar como todos los días, se bajo del subte y camino hasta corrientes y thames, en donde esta su empleo. Hablando con los clientes se entero de un lugar lejano en el que nunca había estado, el que vagamente le recordaba a alguien. Ahí flotaban nubes de papel absorbente y por las tardes el sol brillaba con un verde furioso. Brotaban cristales de los pastos formando hileras de olas con brillos caleidoscópicos y unas aguas caían desde esa especie de cielo arenoso sobre las formas, dando lugar a cascadas multicolores. A este lugar le dieron el nombre de "Sombra de Marte", y desde que escucho hablar de el, siempre intento escaparse durante el almuerzo, que dura treinta minutos, y darse una vuelta por ahí, pero sin pasarse del tiempo por miedo a las voces.
Pensaba que lo recorría entero y saltaba sobre sus alfombras. Su mundo onírico se expandía con el correr de los días, pero cada vez que volvía a la rutina de la semana, partes de el eran olvidadas y desaparecían. Por mucho tiempo intento volver, pero hay regresos que se dejan esperar.
Entre sueños y monedas de 25 centavos, este Martes vive sus minutos, planeando la semana que jamás pasara ante sus ojos, en la melancolía eterna de ser siempre un día y nunca cambiar, jamás pasar la hoja, terminar el libro y empezar otro. Tal vez algún día la tierra anhelada emerja entre rompientes terremotos y deje de ser un recuerdo recurrente. Quizás nunca pase o puede que, cuando menos lo espere, se despierte un día de lluvia y sea un Martes normal.
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